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Lunes, Abril 29, 2024

Traducción Gabriel Humberto García Ayala

 

Una noche de febrero de 1532, en el hospital de Lyon, Francia, mientras dormía en su austera recámara de médico, después de siete días de ayuno en cumplimiento de las reglas de la vida conventual, que continuó manteniendo a pesar de que había dejado las órdenes, François Rabelais, escritor y fraile arrepentido, tuvo un sueño. Soñó que se encontraba bajo la pérgola de una taberna del Pèrigold, en un día del mes de septiembre. Había una mesa larga y estrecha, cubierta con un mantel blanco y llena de jarras de vino, y él estaba sentado en un extremo de la mesa. El otro extremo de la mesa estaba dispuesto para otra persona, pero no sabía quién era, sólo sabía que debía esperar. Mientras esperaba, el hostelero le llevó un plato de aceitunas marinadas y una taza con sidra fresca, y empezó a mordisquear, sorbiendo aquella exquisita sidra de hermoso color ámbar. De pronto escuchó el ruido de cascos y vio una nube de polvo que se acercaba por el camino principal. Era una carroza de apariencia regia, con un cochero vestido de rojo y dos lacayos de pie en las escaleras. La carroza se detuvo sobre el césped de la taberna, ambos lacayos tocaron sendas trompetas y luego bajaron corriendo, extendiendo una alfombra roja a un lado del carruaje. Se pusieron firmes y gritaron: ¡su majestad el señor Pantagruel, rey de la comida y del vino! Françoise Rabelais se puso de pie porque escuchó que había llegado su invitado a cenar, quien mientras tanto avanzaba majestuoso por la alfombra roja, que los lacayos ponían a sus pies. Era un hombre de estatura gigantesca, que caminaba sosteniendo su estómago con las manos, una gran barriga como un odre de vino que rebotaba a izquierda y derecha. Tenía una espesa barba negra que enmarcaba su rostro y en la cabeza llevaba un gran sombrero de ala ancha. Su majestad el señor Pantagruel abrió la boca en una cordial sonrisa, se arremangó las mangas de su túnica real y se sentó en el otro extremo de la mesa. El posadero llegó adelante de una sopera humeante que llevaban los dos lacayos y empezó a servir. Sopa de cebada, trigo y frijoles, anunció mientras servía, una cosita ligera para estimular el estómago. Su majestad el señor Pantagruel se anudó una servilleta, tan grande como una sábana, alrededor del cuello e hizo una señal a François Rabelais de que ya podía empezar a comer. Era una sopa de cereales en la que nadaban hojas de laurel y dientes de ajo, una cosita muy delicada. Françoise Rabelais comió con gusto, mientras su majestad el señor Pantagruel, después de haber pedido permiso educadamente, se acercó la sopera y empezó a beber directamente la sopa. Mientras tanto llegaron los criados con más comida, mientras el posadero, pensativo, llenaba los platos. En esta ocasión se trataba de gansos rellenos. A Françoise Rabelais le tocaron dos, a su majestad, el señor Pantagruel, diecinueve. Anfitrión, dijo el majestuoso invitado, debes enseñarme a cocinar estos gansos, se lo quiero decir a mi cocinero. El anfitrión se alisó sus poderosos bigotes, se aclaró la garganta y dijo: antes que nada, prepara una buena ración de col y déjala hervir durante cuatro o cinco minutos. Luego derrite la grasa del ganso y cuécela junto con la col, la manteca de cerdo, las bayas de enebro, el clavo, la sal y la pimienta, la cebolla picada y cocina todo durante tres horas. A continuación, debe añadirse el jamón, los hígados de oca picados y pan rallado. Hay que recordar que, a mitad de la cocción, debe recogerse la grasa chisporroteante y verterla sobre el relleno, y el plato estará listo. Al escuchar aquella descripción a Françoise Rabelais le creció nuevamente el apetito, y a su comensal también, al menos al verlo, porque se lamía las mejillas con su gigantesca lengua hasta que preguntó: y ahora hospedero ¿qué nos propones? El hospedero aplaudió y los lacayos llegaron con bandejas humeantes. Pollo con aguardiente de ciruela y gallina de guinea con Roquefort, dijo satisfecho el posadero, y empezó a servir. Françoise Rabelais empezó a comer un pollo y una gallina de guinea, mientras su majestad el señor Pantagruel devoraba una docena. No sé por qué, dijo su majestad el señor Pantagruel, pero encuentro que a estos pollos les vendría bien un poco de salsa de sesos de cordero, ¿qué opina de esta sugerencia querido comensal? Françoise Rabelais asintió y el hospedero dio unas palmadas. Los lacayos llevaron dos platos colmados de salsa de sesos de cordero. Su majestad el señor Pantagruel extendió todo el contenido del plato sobre un trozo de pan de un metro de largo y, entre bocado del pan y otro de pollo, en dos minutos se lo acabó todo. Cuando terminaron, el hospedero les pidió permiso de recoger los platos sucios y preguntó: ¿qué dirían los señores de un poco de jabalíes a la cazadora, o prefieren unos filetes de liebre rellenos y fritos? Françoise Rabelais propuso traer ambos platillos. Y su majestad el señor Pantagruel bostezó para indicar que aún tenía apetito. El hospedero volvió a dar palmadas y los lacayos llegaron con nuevos alimentos. ¡Ah!, Françoise Rabelais alcanzó a tartamudear mientras comía, ¡qué manjar supremo era aquel platillo de jabalíes a la cazadora! Un platillo ligeramente agridulce, con aceitunas verdes y un toque de pimientos que resaltaba el aroma de lo rupestre. Y esos filetes de liebre rellenos y fritos, respondía su gentil señor Pantagruel entre bocado y bocado, ¿no podrían tal vez definirse como divinos? El posadero los observaba comer con expresión dichosa. Era septiembre y el sol pintaba puntos de luz a la sombra de la pérgola. Su majestad el señor Pantagruel tenía los ojos pequeños, pequeños, y de vez en cuando cerraba los párpados como si estuviese a punto de dormir. Luego se dio unas palmaditas en el vientre con la palma de la mano, pidió permiso cortésmente y soltó un eructo formidable, un rugido que sonó como un trueno y que resonó en el campo. Y por el rugido del trueno, Françoise Rabelais despertó, se dio cuenta de que era una noche de tormenta, buscó a tientas la luz de la vela y de la mesita de noche cogió un trozo de pan seco, como lo hacía todas las noches para romper el ayuno.

 

Françoise Rabelais, 1494-1553. Fue un fraile dominico, abandonó su hábito y se convirtió en un médico famoso en el hospital de Lyon. Pero jamás abandonó las costumbres de la vida monástica. Fue un culto latinista y no era del agrado de las autoridades de su época por sus ideas progresistas. Quizás para sublimar los ayunos que le imponían sus reglas monásticas, escribió un libro que sigue siendo famoso, inventando dos gigantes, Gargantúa y Pantagruel, que son los mayores comedores y buscadores de placeres de toda la literatura occidental.

 

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“pálido.deluz”, año 11, número 163, "Número 163. Gentrificación, cultura y educación. (Abril, 2024).", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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