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Miércoles, Diciembre 25, 2024

Decir Acapulco, es referirse al paraíso. Un lugar para todos los presupuestos y la playa más conocida de México a nivel mundial. En las películas gringas y aun en las europeas se refieren a este paradisiaco lugar como el destino donde la posibilidad de soñar, descansar, escapar, amarse y disfrutar se puede convertir en realidad.

Muchos mexicanos lo conocemos y, los que no, anhelan estar en él. Para mí, es el sitio que visité decenas de veces en mi infancia y adolescencia. En un principio, recuerdo aquellos viajes que organizaba mi mamá (más con buenas intenciones y capacidad de convocatoria, que con buena organización). Allá íbamos en algún camión, maestras, maestros, familias, amigos. Regularmente eran viajes donde reinaba la camaradería y las ganas de divertirse con pocos pesos.

Pero mi memoria me remite aún más a vacaciones de verano o invierno en las que viajábamos en el Ford Fairlane 1957 (o en el Chevelle, Duster o Dart) de mi hermano Pepe, a veces, seguidos de otros autos de familia y amigos. Largas horas para llegar a Acapulco, sin autopista del sol, en las tremendas subidas, como la de Iguala donde algunos autos quedaban varados por calentamiento del motor, por el clima y el esfuerzo para subir.

Pensar en la proximidad de la playa y sentir el clima, el calor húmedo y emocionarse cuando alguien decía desde el carro: “¡Ahí está el mar!”, y verlo y pensar que el viaje, desde ya, valía la pena.

Recuerdo con gran nostalgia el hotel del magisterio ubicado cerca del Papagayo, sobre la costera Miguel Alemán: como en la novela de Luis Spota era “Casi el paraíso”. Un paraíso en el que estaban incluidas las tres comidas: hot cakes, huevos, pescado, pollo, café con leche…Y mejor todavía: alberca en la que nadábamos mis sobrinos (por edad mis hermanos menores), mis hermanos y demás familiares. Para un chavo de barrio eso se traducía en felicidad. Así de simple. Remitiéndome, ahora, a un film clásico uno podía decir: “La vida es bella”.

Las playas infaltables eran La Roqueta y Puerto Marqués. Para ir a la primera abordábamos una lancha en Caleta, aquella “playa coqueta” que inmortalizó Agustín Ramírez, compositor guerrerense, tío del célebre escritor juvenil José Agustín, quien, a la vuelta del tiempo, se convirtió junto a Gustavo Sainz en mi escritor favorito en mi adolescencia y juventud, mi maestro, casi podría decir, aunque no sea, para nada, un buen alumno. Las lanchas aquellas, tenían un piso de cristal en el que se visualizaban los peces y, en alguna parte del recorrido, una virgen, que yo no veía, pues iba jugueteando con el agua y respirando con una vitalidad y libertad que me daba el mar. Al llegar a La Roqueta nos lanzábamos, de inmediato, al mar, ¿a qué? A vivir, a nadar, a sentir la piel mojada y la espalda que se quemaba con el sol. Y de ahí a ver a la familia adulta mientras te embadurnaban la espalda, los brazos y la cara con aceite de coco o crema Nivea. Cuando apareció el Coppertone, significó un gran salto. Sí, aunque usted no lo crea.

Y comer (en mi caso más que pescado (mojarritas fritas, eso sí: deliciosas), gorditas de frijol: (las de Puerto Marqués, eran sensacionales), además, y tomarse una Yoli de limón bien fría.

Con el paso del tiempo la economía familiar mejoró y nos hospedábamos en hoteles de más calidad, pero el de magisterio es el que me trae mejores recuerdos. Uno de ellos, no tan bueno, pero significativo en mi vida cuando -de ‘competir’ en caminata con otros chavos alrededor de la alberca-, desperté con un terrible dolor de cabeza y veía a mi hermano Raúl que discutía con los médicos de la clínica del ISSSTE a la cual llegué en ambulancia, pues, producto de un resbalón caí de cabeza en la orilla de la alberca y me conmocioné.

Y el Yate Fiesta y las tremendas bacanales que se armaban en aquellos paseos nocturnos por el mar acapulqueño con sus hermosas noches en las que el azul intenso del cielo se mezclaba armónicamente con las estrellas y la luna. Uno veía eso de niño y aprendía: ¿qué cosas? Sabe, pero aprendía o, al menos, acumulaba sensaciones y experiencias.

Más adelante, en mi alocada juventud visité Acapulco con mis amigos y eran días donde retábamos las olas gigantes de Pie de la Cuesta que nos proporcionaban enormes revolcadas, hasta que alguna de ellas te sacudía con tal fuerza y te proyectaba hasta la orilla, de tal forma, que te levantabas como podías y optabas por huir y sentarte a tomar una cerveza con el rabo entre las piernas. Suerte tuvimos de que nunca pasara algo fatal.

Las tardes – noches eran de toma de decisiones colectivas para ver a qué antro o discoteca asistir. En una ocasión, nos quedamos en una enorme casa con alberca y un amigo nos convenció de asistir al Ninas, en donde nos dijo: “hay música de toda”. Otro le dijo, ya que estábamos ahí: “De toda la música que escuchas”. En efecto, fue más inteligente y nos llevó a ese lugar de música antillana, eso sí, de buena manufactura. Y Le Dome, la discoteca de moda a la que asistí en otros viajes, y la diversión y los lugares confinados, prohibidos -como La Huerta- a los que, más que a realizar prácticas que ustedes habrán de imaginar, asistíamos a echar tragos, departir con las muchachas y sentir ese ambiente que tienes que vivir si realmente deseas conocerlo: no basta con que te lo platiquen.

Acapulco, pues, es el lugar turístico por excelencia: niños, familias, jóvenes reventados, gringos y gringas, pobres, medio pelo y ricos, burócratas y empresarios. Hay muchos Acapulcos pero, esencialmente es uno: el lugar para divertirse y disfrutar el paraíso en la tierra, en la arena, en el mar, en sus noches.

El año pasado Acapulco fue reventado por el huracán Otis (¿Quién o a partir de qué selecciona esos nombres?). La devastación fue brutal: pérdidas humanas, hoteles derruidos -incluido el paradigmático Princess-, colonias populares destruidas, drenaje colapsado, luz eléctrica inexistente, sin comunicación por internet, sin agua…El paraíso convertido en un infierno.

Después de un año de esfuerzos colectivos, con la comunidad por delante y la ayuda solidaria de gente y asociaciones diversas, Acapulco parecía que se levantaba, cuando, de pronto, otra desgracia similar los tiene respirando la tragedia día con día.

¿Hasta cuándo? Esa es la pregunta, porque los desórdenes climáticos se magnifican por nuestra irresponsabilidad que pone en entredicho los milagros de la civilización. Civilización que acarrea calentamiento global, desaparición de especies, migración forzada de todo tipo de comunidades vivas. Es difícil pensar que cambiemos en un plazo breve, porque los grandes capitales solo buscan su beneficio económico en contubernio con las autoridades. Acapulco es el paradigma de la belleza y la diversión y, hoy, de la destrucción, pero el peligro y la calamidad ocurren en muchas partes del planeta. Ya no es necesario decir como en aquella película. “Cuando del destino nos alcance”: nos ha alcanzado, lamentablemente. Por ello, remato con la misma pregunta. ¿Hasta cuándo?, y, ¿Se levantará Acapulco después de este brutal embate reciente? Yo quiero regresar a comer gorditas de frijol, tumbarme en la arena, sentir sus aguas; es el lugar al que quiero llevar a mi nieta a que lo conozca y que vea y sienta el mar, ese hermoso mar en el que viví momentos inolvidables.


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“pálido.deluz”, año 11, número 170, "Número 170. Acuérdate de Acapulco: Viajes, vivencias y experiencias. (Noviembre, 2024)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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