La voz de las sirenas es inquietante. El timbre de los coches de bomberos, de policía o las ambulancias recuerda, en el horizonte sonoro de la ciudad, la existencia del peligro. Estas alarmas acústicas, hoy parte de nuestras vidas, las inventó en 1819 el científico francés Charles Cagniard. Las llamó “sirenas” porque podían oírse incluso en el agua, y a su mente acudieron las antiguas criaturas de la leyenda griega que cantaban a orillas del mar para desviar de su rumbo a los viajeros.
Según el mito, las sirenas eran seres marinos, en origen mujeres-pájaro que, con el tiempo, la imaginación transformó en jóvenes seductoras con cola de pez y brillantes escamas. De sus bocas nacía una música irresistible. Los navegantes que pasaban cerca naufragaban atraídos por la peligrosa canción y las sirenas los devoraban. La Odisea cuenta que Ulises ideó un plan para poder escuchar a las mujeres aladas sin pagar con la vida ese invencible placer. Tapó los oídos de sus marinos con cera para que remasen sordos a las sirenas, mientras él escuchaba las voces fascinantes atadas al mástil. Cuando empezaron a cantar para él, Ulises aulló pidiendo que lo liberasen para ir con ellas, incluso al precio de morir, pero sus hombres no lo oían y lo salvaron a su pesar. Desde entonces, las sirenas viven en la fantasía popular y su voz representa el canto —y el encanto— del peligro.