A César Labastida Esqueda no le gustan las fiestas prenavideñas que se organizan en las escuelas donde trabaja. Él lo atribuye a que siempre lo sientan en la mesa con compañeros con los que no conoce y nunca platicó a lo largo de año. Y en momentos en que decretan que debe ser feliz, como es común en esta temporada, le cuesta más trabajo responder y abrir la boca deseando lo mismo; y por eso sufre.
El caso es que este año lo tomó distraído y comprometido con la directora, quien le sugirió:
—Es importante que participe en las reuniones, profesor Labastida, porque a los docentes que están por honorarios casi no se les conoce y luego se quejan de que no se ponen la camiseta de la institución.
Así que César pagó los quinientos treinta pesos para asistir a la posada. Comida de tres tiempos, baile con grupo versátil, mariachi y rifa de regalos sorpresa.
Para evitar su suerte con colegas con los que no se caían bien o no se hablaban, el profe Cesar fue a recluirse, de manera voluntaria, a la mesa del fondo que tenía el letrerito de 19. Mesa pegada a los baños, que nunca se llena y con poca atención de los meseros.
En la celebración estaban sonando todos los éxitos musicales que se han reproducido por décadas, del Chachachá, Cumbias, Salsas y Rock and Roll. César Labastida cumple con disciplina militar evitar el baile. Así, cuando alguien le pregunta por qué no lo hace, dice tener dos piernas izquierdas.
Al profesor Labastida lo que le gusta es observar a los bailadores y al resto de invitados. De tal manera que advirtió la llegada de la maestra Rosi con su nuevo novio. Y también se percató que el antiguo novio estaba en otra mesa.
En la mesa 19 estaba sentada una persona que Labastida no conocía. De rasgos indígenas y expresión taciturna, delgado, serio. Bebía un vaso de agua con hielos sin mucho entusiasmo.
—Hola, me llamo César Labastida Esqueda, soy profesor de honorarios en la universidad. ¿Y tú? —dijo mientras extendía la mano para saludar.
—Soy Bartolomé Vázquez, soy maestro rural y a mí me invitó la maestra Rosi. Encantado. —respondió con una sonrisa.
—¡Ah, un maestro rural! ¿Dónde das clases y cómo te va con los estudiantes? —preguntó César.
—Bueno, vengo de un pueblito en Chiapas y trabajo en una escuela multigrado. Con los niños es un desafío constante, pero muy gratificante. A veces siento que estamos más conectados con la naturaleza y con las necesidades reales de los niños —explicó Bartolomé, observando el ambiente festivo.
—Entiendo. Yo soy un profe muy tradicional, sin embargo, intento incorporar estrategias que si bien, no son nuevas, pretenden desarrollar un criterio propio en los estudiantes.
—Sí, yo también trato de que los alumnos tengan un criterio propio. En el campo, a menudo tenemos que improvisar y adaptarnos a las circunstancias. Creo que eso es lo que más me gusta de mi trabajo —aclaró Bartolomé.
Los dos profesores se adentraron en una conversación donde compartieron experiencias de lo que se inventan algunos maestros para dar clase. Profesores que adaptan y rompen las rutinas educativas con la adaptación de operaciones matemáticas a los contextos de comercios en los barrios populares; que utilizan elementos teóricos para mejorar aprendizajes de los alumnos; maestros que entretejen acciones de lectura y escritura a lo largo de un año creando comunidades de aprendizajes; profesores que llevan a cabo Escuelas de Padres; instituciones escolares que hacen innovaciones en la enseñanza de las ciencias; directores que proponen realizar acciones vivas para conmemorar los días patrios, más que ceremonias repetitivas y obsoletas. Maestros que se empeñan en presentar el valor de la historia desde el presente o acciones de educación ambiental como el cambio climático desde el preescolar hasta la preparatoria.
—Genial, Bartolomé, me gustaría saber más sobre tus experiencias. Tal vez podamos intercambiar ideas algún día —sugirió César mientras se servía un refresco de toronja con hielos.
—Claro que sí, sería un placer —acordó Bartolomé, asintiendo con la cabeza.
Ambos profesores se quedaron un momento en silencio, disfrutando de la música y la animada atmósfera de la fiesta.
Al momento, se escucharon los acordes de una canción Country de hace algunas décadas, pero que congregaba a bailadores, en solitario, para danzar aquella coreografía que se ha vuelto clásica a lo largo de los años.
No rompas más, mi pobre corazón
Estas pegando justo, entiéndelo
Si quiebras poco más, mi pobre corazón…
En ese instante César y Bartolomé vieron bailando a la maestra Rosi, quien se acercó a ellos y suplicó:
—¡Vengan a bailar! ¿Ya se conocían? Mira Bartolomé, él es el profe César. —y dirigiéndose a César, agregó: —Él es el maestro Bartolomé, es el profe del documental El sembrador, que les pasamos a nuestros estudiantes el semestre pasado.
—Ya nos presentamos. —Confirmó Bartolomé.
—Pues vénganse a bailar…
Los profesores se negaron con las manos y permanecieron clavados en sus sillas. La maestra Rosi los ignoró y continuó meneando la cintura y las extremidades al ritmo de Caballo Dorado, integrándose en la pista donde una masa de cuerpos humanos se movía, coordinada, de un lado al otro. Pero el destino les tenía reservada una jugarreta: en uno de los giros rigurosos de la melodía, el novio de la maestra Rosi recibió un caderazo y una patada, nada menos que del antiguo enamorado. Detalle que el afectado no interpretó como error de movimiento, sino que juzgó como agravio intencionado, por lo que se trenzó a golpes con el provocador.
—¡Sepárenlos! ─gritó la maestra Rosi.
César intuyó con certeza lo que estaba pasando y lo corroboró cuando el frasco de una Coca Cola pequeña voló y se estrelló a pocos metros de la mesa 19, su mesa. De inmediato, gritos y caos generalizado.
Poco a poco se fueron calmando los ánimos, pero el sonido local ya había prescrito que la fiesta había terminado, ante la rechifla de los invitados, quienes vociferaban que aún faltaba una hora, los mariachis y los regalos sorpresa.
Ya en la calle, César se despidió con afecto del maestro Bartolomé y se prometió no volver a esas posadas o fiestas de fin de año. A pesar de que, gracias a la reunión, había descubierto un maestro verdaderamente comprometido con la sociedad, con los cambios educativos y las alternativas pedagógicas.
Mientras caminaba por la acera, sonriendo, el profe Labastida no dejaba de recordar el incidente que acababa de ocurrir, pensaba en la maestra Rosi y sus novios, en el comprometido profesor Bartolomé y sus experiencias educativas… Y así, como en alumbramiento irracional, tarareó: No rompas más, mi pobre vocación, estás pegando justo, entiéndelo…